Por siglos, las representaciones del deseo y el erotismo en la literatura (y las artes en general) han estado perfiladas desde la perspectiva de quienes han ostentado el poder de la palabra y la escritura, así como de la expresión artística: los hombres. A partir de esta mirada masculina las mujeres han figurado, lo sabemos de sobra, como ángeles o monstruos, bellezas etéreas o mujeres fatales insaciables, cuerpos estilizados y perfectos según los estándares de cada época. Suficiente sería con recordar las imágenes más conocidas del Renacimiento o la pintura Prerrafaelista en el siglo XIX para hacernos de un puñado de ejemplos de lo anterior.
En la poesía (pienso en la escrita en castellano) podemos encontrar una ya larga tradición donde el cuerpo de la mujer es el protagónico y se encuentra descrito desde la mirada y el deseo del otro. En este tipo de poemas, suelen figurar los senos, el pubis, el vientre, la cintura, los ojos, de un cuerpo joven desde luego, como puntos clave en la descripción o evocación de la pasión amorosa o sexual. Asimismo, la iniciativa y la parte activa del encuentro, suelen residir en el enunciante/hombre, ya sea para expresar lo que quiere hacer o lo que ha hecho ya con ese cuerpo, como si no hubiera sitio en el poema para el diálogo, para la expresión del deseo o el placer de la mujer descrita, “poseída”, amada o “conquistada”; y si la hay, siempre se trata de una interpretación de lo que el hombre asume que ella siente, quiere o piensa.
Por fortuna, desde hace ya varias décadas, la voz de las mujeres escritoras se ha hecho, a costa de mucho esfuerzo, de un sitio propio, público, desde el cual nombrar su deseo, su forma de mirar/se a sí misma y al cuerpo deseado. Lo que encontramos en su poesía es, primero que nada, un conocimiento de la propia piel que nos contiene, de sus resquicios, sus rasgos característicos (que han dado en llamar defectos), sus cicatrices, sus heridas. Hay, en ese conocimiento, una vivencia del placer que nada tiene que ver con la mirada que coloca al otro como en un aparador para recitar esas partes que resultan deseables, sino con un placer más genuino que empieza siempre en una misma, en la autoexploración y la asunción de tener un cuerpo propio. Recuerdo aquí un brevísimo poema de Kyra Galván incluido en Un pequeño moretón en la piel de nadie:
De alguna manera trato de ahogar mi silencio.
Es mudez erótica que padezco.
Estoy colmada de bucear en mis propias aguas.
Pienso también en muchos poemas de Cristina Peri Rossi, donde el sexo, el cuerpo y el placer propios se nombran desde el más rotundo desparpajo, o en ciertos poemas de Rosario Castellanos, Olga Orozco, Amanda Berenguer, por mencionar unas cuantas autoras, donde el erotismo se decanta por formas mucho más sutiles, pero que de la misma manera toman la palabra para decir desde sí el gozo corporal.
En esta línea, me gustaría recuperar un poemario de Arabella Salaverry (1946), escritora y actriz nacida en Managua y afincada en Costa Rica: Breviario del deseo esquivo (2016). En este volumen predomina la enunciación del cuerpo no sólo como un repositorio del dolor y el placer, sino, desde las primeras páginas, como el vehículo de una conexión indisoluble con la escritura. Escribimos en el cuerpo, sobre él, desde él y gracias a él; y esa actividad tan corporal se mira atravesada por las reacciones, la memoria y las formas de ser de ese cuerpo. Como una declaración de principios, el libro se inaugura con el poema titulado “Sobre la piel desnuda”:
Sobre la piel desnuda escribo.
Sobre la ardiente extensión
que me recubre
y me acompaña
por el tránsito largo de los años.
Sobre el poro
el pliegue
el perfil de las heridas.
Sobre los tajos
los rebordes
la filigrana de las cicatrices.
Sobre este desplome de silencio
con el que a veces responde
a las caricias.
O el alarido
con el que en otras invoca
las ausencias.
Sobre esta piel
que a ratos me contiene
pero también se torna inadecuada.
Sobre esta piel que puede ser mortaja.
Sobre la piel de fuego y frío.
Sobre esta piel
la mía
escribo.
La apropiación del cuerpo desde la escritura es sólo el primer paso para desplegar las muy diversas formas del deseo, que tienen que ver no sólo con el encuentro sexual, sino con el conocimiento del cuerpo mismo y la sorpresa ante sus sucesivas transformaciones. Conocer el cuerpo significa a veces no sentirnos parte de él, o percibirlo como ajeno o incómodo; implica un arduo ejercicio de aceptación, cuidados y paciencia ante sus a veces inesperadas metamorfosis. Por eso, en otro poema, la enunciante se pregunta:
¿Dónde quedó mi cuerpo?
¿Dónde?
¿Dónde estoy
que no me reconozco ni me encuentro?
Y en otro más, “Fiera en celo”, afirma:
Debo confesarte
que algunas veces
no me reconozco
en el olor a fiera en celo
de mi cuerpo.
Pero más allá del desconocimiento o la perplejidad están el placer y la voluntad de nombrar, a título personal, lo que una es y desea, lo que podría hacer si quisiera, lo que sabe, lo que desdeña o ansía. No es más una poesía de contemplación o del ser contemplada, sino una palabra de acción en la que predomina la voluntad, como en “El deseo esquivo”:
Puedo enseñarte
el intrincado camino
que lleva a mi deseo.
Lo conozco de ida y vuelta.
Si necesitas luz
mapa
señal
y guía
me ofrezco a acompañarte.
Sé del deseo que me cubre
con el vaho del trópico.
Sé dónde se esconde el deseo
en las madrugadas de lluvia.
Conozco el canto sonoro de mi cuerpo
al sol del mediodía.
Te puedo enseñar
cómo responde mi piel
a la caricia.
Y te cito un ejemplo:
aquí
en el cuello
puedes desatar hogueras.
En los párpados
caminar con paso firme al olvido
de lo que no sea
un palpitar de gorriones
en la sangre.
En la intrincada piel de mis orejas
puedes despertar canciones olvidadas.
La pálida piel de mis caderas
la piel triste de mis muslos
la dulce piel de los pezones
articulan la voz
de mi deseo.
Puedo llevar tu mano
por los pasadizos secretos de mi sexo
para que descubras lava y fuego
y fondo de la tierra.
Porque nadie como yo
puede guiarte
para encontrar el camino
que llega a mi deseo esquivo.
A lo largo del volumen, Salaverry explora las muy diversas y a veces contradictorias vivencias del cuerpo propio. No es un libro exento del dolor de la ausencia o del deseo no saciado, tampoco deja de reconocer la sed del contacto físico o la nostalgia ante la juventud que se escapa dejando sus marcas en las reacciones y en la piel. Tampoco hace caso omiso de la obligada “belleza” del rostro tasajeado quirúrgicamente (como en el poema “Cirugía”) ni del cuerpo usurpado, violentado, transformado por el embarazo, como en el poema “Prácticas obscenas” del cual cito un fragmento:
Hablo de la maternidad como tortura
hablo de agujas que irrumpen
en tu piel desprevenida
hablo de torniquetes
de sueros para inducir el parto
de retortijón
de miedo.
Hablo de tajos
en la cuna del deseo.
De ríos de sangre
que van alimentando
el paso de la noche.
Y es en su olor
en donde se resume la soledad
con la que nos asalta la aurora.
Es estar ante tu cuerpo expuesto
un amasijo de dolor y miedo
ajena aún al hijo que pariste.
¿Quién repara el daño
de esta práctica obscena?
Sin embargo, hacia el final, lo que se impone es el gozo, la vitalidad de un cuerpo en plena comunión con la naturaleza y sus voluptuosidades, que se abre a las posibilidades del juego y los sentidos, de una piel hecha también de olores, sabores, texturas y sonidos a través de los cuales la presencia se hace total, plena, contundente. En esta línea, me resulta significativo el poema “Frutal”:
[…]
El cuerpo
se me llena con olor a mandarina.
Presiento en cada pecho
un sabor distinto:
el derecho es maracuyá
y el izquierdo
un leve recuerdo a carambola
en los brazos
y sobre todo en las axilas
se me refugia
un aroma a mango trasnochado.
En la curva de las nalgas
queda un resabio a guanábana madura.
La papaya se me afinca
en la redonda suavidad del vientre.
Por los muslos me sube presurosa
la presencia indiscutida del caimito
y remata en el punto exacto de mi sexo
donde adivino que convergen todos los sabores.
Pero es sólo en los atardeceres de mar
con el sonido de los caracoles
donde recobro la fiesta frutal
de mi presencia.
Breviario del deseo esquivo es apenas un ejemplo de las muchas formas en que el cuerpo de la mujer ha empezado a figurar en el imaginario literario nombrándose desde sí, asumiendo la vivencia del cuerpo como un primer paso imprescindible para el gozo en soledad y compañía, para establecer vínculos con el mundo, el paso del tiempo, la escritura, la memoria. El cuerpo, visto de esta manera, no puede limitarse a esos puntos estereotipados repositorios de un deseo ajeno negado para el diálogo, sino que se expande en sus posibilidades eróticas mediante el conocimiento de sí, los sentidos, la naturaleza, la plena voluntad de vivir, de ser un cuerpo y gozar de él, como exclamaría Salaverry en el último poema: “¡De fiesta con todos los sentidos!”.
Fuentes:
Galván, Kyra. Un pequeño moretón en la piel de nadie. México: Ediciones Contraste, 1982.
Salaverry Pardo, Arabella. Breviario del deseo esquivo. 2ª ed. San José: Editorial Costa Rica, 2016.