
De un tiempo para acá (más o menos desde hace seis meses), la mirada mía se ha volcado sobre las pequeñas cosas. Tal vez sea un instinto de sobrevivencia al confinamiento este afán por contemplar con asombro y devoción los mínimos detalles en los que parece realizarse aquello que solemos identificar como lo importante en la vida, y que lo mismo puede adoptar el aspecto de la mirada atenta de un perro o el de una lluvia inclemente atravesada por los rayos del sol o el de un fruto nacido de lo que hemos adoptado como nuestra porción de tierra.
Este afán de la mirada también ha encontrado como fuente de múltiples asombros ciertos textos donde es alguien más quien comparte su peculiar manera de contemplar el mundo inmediato y reconocer en él la belleza. En esta línea, la poesía de Raquel Lanseros (España, 1973) resulta significativa, especialmente porque para la autora escribir poesía es un acto de amor: “el amor a las palabras, el amor a las raíces, el amor a los libros, el amor a la Belleza, el amor por la indagación, el amor a los grandes poetas de la Historia, el amor a esa identificación única y sobrenatural -sin importar tiempo y espacio- que la poesía brinda.” (Lanseros 7).
De muchas maneras, en sus poemas encontramos una celebración del instante presente como el tiempo idóneo para gozar de las cosas mínimas de la vida, así como del amor, del cuerpo, del trayecto vital conformado por una memoria que sólo adquiere su sentido más preciso en el ahora. De ahí, en parte, el título que lleva la compilación de su poesía editada en la Colección Visor de Poesía en 2016, Esta momentánea eternidad, tomado de “Hacia la luz” y donde dice invocando al ser amado:
Llega por fin, mira cómo te busco
en esta momentánea eternidad.
Quiero guardar el hoy como se guarda
un templo piedra a piedra. (186)
Además de asombro y celebración, el tiempo presente se erige en la poesía de Lanseros como una suerte de carpe diem, como una advertencia de lo que todos sabemos, que el tiempo pasa demasiado rápido, pero tendemos a olvidar o a ocultar detrás del ansia respecto a lo que traerá o no el porvenir. En el poema “Dentro del presente”, la autora nos sitúa en medio de la vida vertiginosa y nos invita a tomar el instante actual antes de que sea demasiado tarde:
Vivir es un presente inacabado
un suave sinsentido consintiendo.
El recuerdo del fuego cuando el fuego
ya no es tizón ni brasa ni rescoldo.
Saber que llega una segunda fecha
y no concebir más que la primera.
El origen importa sobre todo:
la nube, la semilla
el manantial, el nido, los cimientos
volver a procurar
recién abrirse
aprender de las intersecciones
entretener la ley del movimiento
jugar a ser nosotros un segundo
ensayar las palabras, esconderse
tras su inmediata luz
sonoridad ausente una vez dichas.
La muerte se conjura pronunciando
así, diciendo nombres:
Santiago
Elena
Julia
Estefanía
repitiendo nombres contra el cieno
Nieves
Carmen
Gregorio
Laureano
Di tu nombre en voz alta.
Antes de que las hojas te lo impidan.
Antes de que la vida cicatrice. (259-260)
Decir el nombre, el nuestro y el ajeno, se vuelve un acto necesario para una poesía que se ejecuta desde el amor; porque lo sabemos muy bien: la muerte también atraviesa la vida y la marca con el signo definitivo de la ausencia y la anulación total de lo posible. Por esto, la muerte, el duelo, las despedidas, no son materia ausente en la poesía de Lanseros, sino que figuran como parte de la comprensión del mundo y del conocimiento que con cada experiencia vamos teniendo de nosotros mismos. Cito un fragmento de “En ocasión de todos los finales”:
Yo nunca resistí las despedidas
con su mezcla de muerte y precipicio
con el aroma amargo de la finitud
empalagando el ánimo
con esa luz de hielo matutino
que penetra debajo de los párpados.
[…]
Yo nunca resistí las despedidas
porque en cada una de ellas se marchita la voz
de todas las personas que yo he sido
y ya no puedo ser. (42-43)
Quizás porque se mira como una fuente infinita de aprendizajes, la muerte adquiere también el rostro de la vida. En “Ese lejos tan cerca”, Lanseros coloca el énfasis sobre las múltiples perspectivas desde las que podemos acercarnos a las cosas del mundo, destacando cómo se modifican la comprensión, la experiencia y la mirada según en dónde estemos situados. No es distinto con la experiencia de la muerte y con la imagen que nos devuelve al mirarla de cerca:
Me pregunto por qué desde la tierra
la masa de las aguas parece un solo bloque.
Un único sustento incontrastado
una roca que es toda la roqueda
un avenir de lejos uniforme
un alarido lleno de membranas
sin desgaste ni lámina ni grieta.
Me pregunto por qué, cuando me acerco,
las aguas se dividen, se complacen
en enseñar sus rostros diferentes
en cada espuma cresta de rocío
en las calzadas líquidas que rugen.
Bajo este mismo efecto,
en la distancia la muerte es toda una
un símbolo cohesivo
un monolito.
Sin embargo de cerca, qué deprisa
se aprende a distinguir sus dimensiones
sus fúnebres volúmenes
su rutina
su querencia en lo ajeno y lo propio
hasta ver nuestra imagen en sus aguas. (261)
Vida y muerte, instante eterno, vivencia del presente, amor y duelo, terminan de dimensionarse a través de esos vínculos inextricables que sólo a veces somos capaces de establecer con otras personas. En Diario de un destello, los encuentros afortunados definidos por una especial comunicación (puesta en común entrañable) con el otro, se formulan desde un conocimiento de los sueños, los miedos o las cosas que animan el impulso vital de ciertos seres con los que un momento particular de la vida nos es dado coincidir:
Yo apenas te conozco
de esa manera convencional y triste
en que se miden las gentes rigurosas
las mismas que calculan circunspectas
los números ajenos, las posibilidades
de establecer un marco común satisfactorio
como base de sólidas alianzas
que redunden en beneficios mutuos.
Afortunadamente ignoro todo eso.
Pero sé muchas cosas.
Aprendí navegando tu mirada infinita que los días
nos premian sólo a veces con veinticuatro horas,
que un pez es el vecino del charco de la esquina
y la esquela de un príncipe un folio de papel.
Si conocer es verte sin que te vean los ojos,
soñar a tumba abierta y no saber
quién se adueña de quién,
pulimentar la luna
izar contigo todas las banderas
exentas de pecado,
vislumbrar el secreto,
elevar al cuadrado la risa de la tierra,
escuchar sin abismos,
tender la mano igual
que quien construye un puente.
Entonces, te conozco. (64-65)
Aunque muchas son las facetas de la experiencia humana destacadas en la obra poética de Lanseros, lo que con mayor insistencia se ilumina en ella es una vocación por apresar el instante, la vida y la belleza que habita en lo cotidiano, en las pequeñas cosas de a diario y que a veces sólo aprendemos a mirar en el dolor o la pérdida. Cierro esta breve presentación de la poesía de la autora con un fragmento de “Un joven poeta recuerda a su padre”, en el que una vez más, desde el amor y el asombro, Lanseros pone el acento en la maravilla, a veces incomprensible, que habita en la “belleza abrupta del vivir cotidiano”:
Muchas veces lo obvio
se oculta tras un halo de extrañeza
tras la costumbre lenta, indistinguible
del aura fugitiva de las vivencias únicas.
Es difícil saber
que la belleza abrupta del vivir cotidiano,
tan desinteresada de sí misma,
nacida sin clamor ni pretensiones
es en esencia tan mágica y rotunda
que resulta imposible de imitar a propósito. (75)
*Todos los poemas fueron tomados de Lanseros, Raquel, Esta momentánea eternidad. Poesía reunida (2005-2026). Madrid: Visor Libros, 2016.
**Más información sobre la autora en: http://www.raquellanseros.com/index.php