El tiempo impecable

ImageUna de las ideas más generalizadas en torno al surgimiento del lenguaje es la de dejar constancia de aquello que se considera importante. Gracias a la conservación de códices, papiros, libros e inscripciones de diversa índole hemos podido conocer cuál era la información más valiosa de civilizaciones ya extintas o de las etapas más jóvenes de la humanidad.

            En Occidente, parte de esta conservación de la memoria ha alcanzado peculiares matices en el espacio destinado a los muertos. Más allá del ritual funerario en sí, la despedida de los seres queridos en su viaje al más allá o hacia “otro mundo” iba acompañada de la creación de imágenes o epitafios realizados exprofeso para guardar su recuerdo. Aun en la actualidad, los cementerios y camposantos ostentan en sus mausoleos la grandeza o humildad de quienes ahí “habitan”, expresan sus cualidades inscritas en piedra y se reservan todavía espacios familiares para residir todos juntos, en un mismo póstumo espacio.
Cierto es que las tradiciones en torno a la muerte mucho tienen que ver con la conservación de la memoria de quienes ya han partido, aunque quizá a ellos poco les importe que en esta vida que han dejado los tengamos tan presentes. A propósito de esto, Néstor A.  Braunstein habla de una función escatológica de la memoria, pues “la memoria implica siempre la idea de conservación del pasado… [pero] la memoria es también una ilusión que permitiría negar la desaparición, la del otro, aquel por quien tuvimos que hacer un trabajo de duelo y del que quisiéramos decir que sobrevive en nuestro pensamiento […] Antes de poder borrarlo de nuestra memoria, el muerto es quien nos ha borrado de la suya. Esta supervivencia fantasmática y esta muerte propia prefigurada por la muerte del otro, exhibe un costado escatológico de la función de la memoria” (10). Para Braunstein, la necesidad de recordar a los muertos es sólo propia de los vivos, quizá en un afán de negarnos a perder a quienes ya se han ido.
Aunque la tendencia más natural sea a pensar que es una especie de deber rememorar a los muertos, también encontramos peticiones dirigidas en el sentido opuesto. En el soneto LXXI de William Shakespeare leemos esta peculiar solicitud:
Cuando haya muerto, llórame tan sólo
mientras escuches la campana triste,
anunciadora al mundo de mi fuga
del mundo vil hacia el gusano infame.
Y no evoques, si lees esta rima,
la mano que la escribe, pues te quiero
tanto que hasta tu olvido prefiriera
a saber que te amarga mi memoria.
Pero si acaso miras estos versos
cuando del barro nada me separe,
ni siquiera mi pobre nombre digas
y que tu amor conmigo se marchite,
para que el sabio en tu llorar no indague
y se burle de ti por el ausente.
En este soneto no hay un deseo de ser recordado, sino todo lo contrario. Mejor será si el luto es breve, apenas lo que dure el sonido de la campana; mejor si se olvida el nombre y el cuerpo de quien escribe tales versos; tanto mejor si el amor muere a la par que el cuerpo ya expirado. Esta petición de olvido es una forma de epitafio, pues exalta las cualidades, quizá el falso desapego, de quien sabe que al morir muy probablemente será borrado de la memoria de los vivos con el paso del tiempo.
Pero hay otros muchos modos de enfrentar la muerte a través de la escritura, de la solicitud y la súplica. Hay formas de apelar a la memoria y dejar una imagen para la posteridad, quizá una imagen no hecha para que los demás recuerden, sino para uno mismo, para quien enfrenta el duelo y no lo entiende, para quien sabe que la muerte es más misterio que despedida y no encuentra luz alguna capaz de iluminar esos misterios.
En Esa cosa tan de siempre de Vicente Quirarte, hay un modo de aproximarse a la muerte como a algo cotidiano y que sin embargo entraña un dolor indecible y mucho de inexplicable.
Manuel Flores va a morir.
Eso es moneda corriente;
Morir es una costumbre
Que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
Decirle adiós a la vida,
Esa cosa tan de siempre,
Tan dulce y tan conocida
Con estos versos tomados de la “Milonga de Manuel Flores” de Jorge Luis Borges, Quirarte abre paso a una serie de tres “poemarios” donde si bien la muerte se posiciona como protagonista, lo hace sólo para dar paso a un ejercicio memorístico a través del cual forjar las imágenes más entrañables de la vida.
En un tono estremecedoramente cotidiano, las “Razones del samurái”, “Sarabanda con perros amarillos” y “El mar del otro lado”, dan cuenta de la muerte repentina, aquella que lo sorprende a uno en las situaciones más inesperadas y en las que menos dispuesto se está para pensar la muerte,
Era, como en los Viernes Santos,
la hora en que llegó la quinta herida,
en aquel cuarto oscuro de Los Ángeles
donde Ignacio quería decirme, dijo, me decía
que la tribu por ti capitaneada
la diezmaban de tajo,
que te ibas de plano, y nosotros contigo.
y mientras yo pensaba que la vida
era para mi sed un mar pequeño […] (15).
Quizá por eso hay una cierta rebeldía para aceptarla, unas “ganas de ser maleducado” y describirla en sus facetas menos solemnes:
Pero hay algunas tardes, como ésta,
en que el traje de luces no la viste
y la muerte es pequeña y pobre y pinche,
como un pulpo vulgar, incontinente,
que nos riega de tinta la camisa
y nos quita la entrada de la fiesta (25).
O incluso jugar a que hacemos uso de ella, antes que aceptar que es suya la voluntad de quitarnos la vida:
Lo recuerdo con rabia y te imagino
sacando a la Catrina de la greña
cuando no te tocaba,
a las tres de la tarde de tu trece de marzo (21).
Más allá de cualquier posible caracterización de la muerte, en un intento por contrarrestar su poder o la propia rabia, predomina sobre todo esa memoria de quien vuelve a la infancia, a la propia y a la de los suyos o a la de quienes entonces le acompañaron, y desde ahí mira en perspectiva el punto de fuga por el que se va la vida. La imagen de la infancia en plena muerte es resignación, pero también una suerte de epitafio porque volver a ella equivale a recuperar, en síntesis, todo lo que ha sido la vida de ese ser querido:
Nuestra infancia. Ese país lejano
donde vuelvo a buscarte […]
De ti no puedo hablar sino en voz baja
porque no hiciste ruido para irte,
como si no quisieras más decir presente
cuando pasaban lista
y soñabas con ser hombre invisible (48).
Como en la vida de todos los días, aquí también se entremezclan el dolor, el humor, el recuerdo vago, la infancia, el olvido, la duda, la incertidumbre y el pesar, la vivencia del detalle más mínimo que marca para siempre e incluso hace confesar:
Mamá: Ya casi fusilan a Melchor Ocampo.
Y tú que ya no estás
para mover, resignada, la cabeza
cuando a algunos varones de tu casa
se les quiebra la voz ante tan poca cosa (117).
Al final quedan bien grabadas, como en piedra, todas las imágenes de este intento por dar cuenta de Esa cosa tan de siempre y, aunque en él prevalezca la sensación de haber penetrado en la intimidad del duelo de cualquier desconocido, es posible reconocernos ahí con la certeza al menos de que la muerte es “ese tiempo impecable/ que congela el presente/ y enseña a respirar con más respeto” (40), y “el hombre,/ ese animal que llora a sus criaturas” (40), y que ante la muerte hará hasta lo imposible por no olvidarlas.

Bibliografía
Braunstein, Néstor A. La memoria, la inventora. México: Siglo XXI, 2008.
Quirarte, Vicente. Esa cosa tan de siempre. Madrid: La Cruz del Sur, 2013.
Shakespeare, William. “Soneto LXXI”. Ed. Digital en Ciudad Seva: http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ing/shakespeare/sone055.htm

Imagen: tomada de «Duck, Death and the Tulip» de Wolf Erlbruch.


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